domingo, 5 de agosto de 2012

Otras cosillas: UN BUEN VIAJE



Normalmente me suelo levantar sobre las siete y media o las ocho menos cuarto de la mañana, será la costumbre de salir corriendo para el trabajo durante tantos años,  ahora que no hay prisa, pues… ¡sigo corriendo!
Todo este preámbulo viene a que como en casa se levantan más tarde yo aprovecho y mientras oigo la radio voy adelantando faenas y ahí está la causa de esta nueva entrada en mi blog.
Estaban hablando sobre los pequeños y graciosos percances vividos en alguno de los viajes que hacemos a lo largo de nuestra vida y recordé uno que hace mucho tiempo sucedió.
Sería sobre el año 1972, más o menos, veníamos de Málaga de visitar a la hermana de mi marido. Imagínense la escena: un SEAT seiscientos, mi marido, mis dos hijos, una baca con dos maletas de tela (con un estampado que irritaba las pupilas, de esas que traían de Ceuta) y un día de verano calentito, calentito. Pues bien no se nos ocurre nada más que llevar a los niños (una tenía 5 años y el  otro 4) para que visitaran el Safari de San Roque y que así vieran los animalitos que estaban sueltos por todo aquel parque entre montes.
A la entrada, un inmenso cartel: MANTENGAN LAS VENTANILLAS CERRADAS Y NO DEN DE COMER A LOS ANIMALES.
Delante de nuestro coche iban unos ingleses que omitiendo la advertencia llevaban las ventanillas abiertas y con una magnífica cámara hacían fotos a diestro y siniestro, cuando de pronto aparece un mono, gorila, mandril o vaya a saber usted lo que era; lo que sé es que era enorme y antes de que nadie se diera cuenta le dio un manotón a la cámara y le arrancó el teleobjetivo que llevaba incorporado.
Nosotros paramos con nuestras ventanillas cerradas, “el guiri” haciendo espavientos para que el animal soltara la lente y este, como es lógico, observando el cacharro que tenía entre sus manos. De vez en cuando lo olía, lamía  e intentaba abrirlo pensando que en el interior encontraría algo que pudiera comer. Después de varios intentos sin lograr su objetivo, se acercó a una roca que estaba cerca de él y comenzó a golpear el teleobjetivo. El pobre inglés estaba desesperado, su cámara podría costar más de lo que yo ganaba en un mes de trabajo y el dichoso mico se la estaba destrozando sin consideración alguna.
Pasó un rato y el animal se aburrió al no conseguir nada que le gustase y cual sería nuestro estupor cuando se volvió hacia nuestro coche y de un salto se encaramó sobre la baca donde llevábamos las maletas tan discretas que ya mencioné antes. Mis hijos se asustaron mucho (al igual que nosotros). El “animalito” aporreaba el techo del coche y pensábamos que iba a hacer tal boquete que podría meter la mano por allí.
Mi marido aceleró pensando que se tiraría al notar movimiento pero ¡qué va! él estaba muy enfadado. Entonces la estrategia nuestra fue: acelerar y frenar bruscamente, así varias veces  hasta que en uno de esos frenazos la “criaturita” saltó del coche y se perdió entre las rocas, no sin antes desgarrar la tela de la maleta y haber esparcido por entre las rocas alguna ropa interior de los niños que por supuesto no nos paramos ni para averiguar que faltaba. Salimos a toda carrera mientras intentaba tranquilizar a mis hijos que no dejaban de llorar.
Aquella noche entre sueños veían monos, micos y demás familiares por todas partes, las pesadillas duraron unos cuantos días.
Hoy al cabo de muchos años, cuando nos reunimos, recordamos como anécdota aquella luminosa idea que por supuesto ya le pusieron autora: MAMÁ